miércoles, 4 de abril de 2018

La Trapa. Sant Elm.












El año 1810 llegó a este lugar una comunidad de monjes trapenses, que lo ocupó hasta 1824. Fruto de su trabajo, al que contribuyeron y continuaron los habitantes de la zona, se construyeron los diferentes elementos arquitectónicos que podéis encontrar. La estancia de los monjes también le dio nombre: “la Trapa”. En 1980, gracias a una suscripción popular en la que participaron cientos de personas, entidades, artistas y colectivos, la adquirió el Grup Balear d’Ornitologia i Defensa de la Naturalesa (GOB) para evitar su urbanización.

La Trapa ha sido catalogada como ZEPA (Zona de Especial Protección para las Aves) LIC (Lugar de Interés Comunitario) y Refugio de Fauna. Entre sus valores destacan 16 especies de plantas endémicas, 14 variedades de orquídeas y aves como la curruca balear, el águila pescadora, el buitre negro, el halcón de Eleonor y la pardela balear, entre otros.

Desde 1980 el GOB, entidad sin ánimo de lucro, la gestiona con el apoyo de voluntarios y colaboradores.

La finca tiene una extensión de 104 cuarteradas y las casas se encuentran a una altura de unos 270 metros, aproximadamente. La cota máxima de altitud viene dada por el monte de la Trapa, de 472 metros. Actualmente la finca es propiedad del Grup Ornitològic Balear, que trabaja por la conservación de este espacio natural.

El edificio principal acogió, entre los años 1810 y 1820, el antiguo convento de monjes trapenses. Los trapenses son una de las familias de la orden Benedictina, y más concretamente de la comunidad del Císter, muy característica por la dureza de su vida: observaban la norma del silencio, la comunicación era por gestos y sólo se hablaba en caso de total necesidad y delante del abad; no comían ni carne, ni pescado, ni huevos y la leche les estaba prohibida en muchas ocasiones; dormían vestidos sobre una dura cama, trabajaban y rezaban mucho y no podían relacionarse con gente externa a la comunidad.

Con la Revolución Francesa de 1789 comenzó el éxodo de los trapenses, unos hacia Suiza y otros hacia España. Los trapenses del monasterio de Santa Susanna de Maella, frente a la guerra del Francés, llegaron a Mallorca en el año 1810 y, gracias al canónigo Pere Roig ocuparon estas tierras. Un año más tarde, por disposición testamentaria del Dr. Roig, pasaron a ser los propietarios.

Felipe Ximénez de Sandoval cuenta el éxodo trapense a Mallorca, cuando a finales de 1809, los monjes pensaban trasladarse a Mallorca: “Como en el maravilloso suelo mallorquín no habían puesto pie los invasores – por tener Napoleón todas sus fuerzas navales dedicadas al bloqueo de las Islas Británicas y no querer exponerse a los riesgos de un desembarco -, los trapenses sin hogar soñaban con la isla Dorada como con una nueva tierra de promisión para sus espíritus indómitos y sus cuerpos maltrechos. El reverendo Padre Fructuoso, que había sustituido a Don Ildefonso en la máxima autoridad abacial, encomendó a don Pedro Roig, canónigo doctoral de la catedral palmesana, la compra de un terreno en lugar solitario y despoblado donde refugiarse. Recibida la noticia de haberlo hecho en el valle de San José de la Palomera y obtenida la promesa de las autoridades y el vecindario de Maella de proteger en cuanto les fuera posible las instalaciones de Santa Susana, el padre Fructuoso dejó a algunos donados sin hábito con el encargo de defender los derechos de la Comunidad sí llegaba el caso, y al frente de ocho sacerdotes y treinta y dos conversos, emprendió el 4 de febrero de 1810 una peligrosa marcha a través de un territorio accidentado por el que pululaban guerrillas españolas y destacamentos franceses del Cuerpo de Ejército de Suchet, para buscar un puerto de la costa valenciana en donde fletar un barquichuelo que les condujera a la soñada isla. Su intención era entregarse con mayor rigor que nunca a la contemplación y la penitencia por los pecados de una humanidad envenenada de crueldad y odio, y aguardar el final de la guerra. El 15 de mayo de 1810 llegaban al puerto de Palma de Mallorca los trapenses. En el mes de junio se trasladó la Comunidad al lugar elegido por el canónigo Roig. El valle de San José de la Palomera era un lugar solitario y muy a propósito para un monasterio de la Estrecha Observancia cisterciense. El paraje era muy pintoresco y abrupto, pero difícil para el cultivo y labor. No obstante, los trapenses proscritos considerarían el ostracismo en Mallorca como la última etapa hacia el cielo, ya que, sin dejar de ser tierra, Mallorca tiene ya mucho de paraíso”.

La comunidad fue formada por 8 monjes presbíteros y 32 laicos, y pronto comenzaron las obras de adaptación del lugar a sus necesidades: construyeron la capilla y los talleres, los bancales y las minas de la fuente. Mientras duraban las obras, vivían en parte de la caridad de los núcleos de población, relativamente alejados. Para tal actividad se instituyó la figura del captador de limosnas, conocido con el nombre de “fraile del pan”, que era el único que entraba en contacto con la otra gente, y por este motivo debía vivir en una cabaña solitaria, lejos del monasterio, entre el collado de les Ànimes y Ca la Sanutges.

Las visitas a los trapenses por parte de la gente externa eran escasas con motivo de su vida retirada del mundo. El clérigo e historiador Josep Barberí Santceloni (1766-1826), visitó la Trapa el 26 de junio de 1811; en la reseña que dejó escrita afirma que es un “paraje muy solitario frente a la Dragonera; todo respira pobreza, silencio, penitencia y mortificación”.

El presbítero e historiador del Pariatge, Josep Ensenyat Pujol, recoge la noticia de un joven sacerdote que quería entrar como novicio en la Trapa; el cura se dirigió al representante de los trapenses en Andratx, Mn. Bernat Terrades, y le pidió instrucciones para solicitar el ingreso en la comunidad, y un guía para acompañarlo al monasterio. Pese a los intentos de disuasión por parte del Dr. Terrades en relación a los proyectos del joven sacerdote, éste insistió y fue acompañado a la Trapa por el joven Bernat Pujol —Juanillo- de Andratx, quien visitaba la Trapa con frecuencia. El guía acompañó al cura hasta el collado de les Ànimes desde donde ya se vislumbra el cenobio trapense. La despedida entre los dos personajes parece extraído de una novela romántica: “No llevando el sacerdote ni dinero ni cosa alguna con que recompensar el servicio que acababa de prestarle el guía, se quitó un medallón de plata con una Vera Cruz que llevaba pendiente del cuello y se lo entregó diciendo que era la recompensa y lo único que le quedaba para dar”.

El abandono definitivo de la Trapa se produjo en el mes de diciembre de 1820, a raíz de una ley del gobierno liberal de Riego que suprimía las órdenes monásticas. Los edificios y las tierras fueron cedidas a la Casa de la Misericordia y con la desamortización de Mendizábal (1835), pasaron a depender de la Diputación Provincial. En marzo de 1853, la Diputación subastó la finca. Fue comprada por Segismund Morey. Algún tiempo después se volvió a vender y la adquirió Gabriel Ros de la Calatrava.

El monasterio abandonado fue convertido en casas de posesión. Por este motivo sufrió grandes cambios y adaptaciones que desvirtuaron el carácter inicial. Con el tiempo, ya entrado el siglo XX, también se abandonó la posesión y la ruina reinó en esta región.

Actualmente el conjunto arquitectónico de la Trapa se encuentra en proceso de reconstrucción y rehabilitación. En las casas se pueden ver restos de las celdas, de los talleres de los monjes (herrería, carpintería y telar), un horno y otras dependencias. La antigua capilla tiene una sola nave, cubierta con bóveda de cañón, actualmente con las obras de restauración muy avanzadas. La iglesia estaba presidida por la imagen de la Virgen de la Trapa, que actualmente se conserva en la iglesia parroquial de s’Arracó.

La explanada de la fachada principal está presidida por un magnífico ejemplar de bella sombra (Phytolacca dioica). Desde el punto de vista de la ingeniería popular, uno de los elementos más notables es el sistema de paredes de piedra seca y bancales que, además, configuran la parte más visible del paisaje humanizado de la Trapa. Todo el valle de Sant Josep se encuentra lleno de paredes de piedra seca, generalmente en forma de “U”, en disposición paralela, para adaptarse a las condiciones geomorfológicas del lugar y aprovechar de esta forma el máximo espacio posible para las labores agrícolas. Se pueden diferenciar las paredes más elaboradas, con piedras cortadas, y unas trabajadas más rudamente, con técnica menos elaborada.

El sistema hidráulico constituye un complejo sistema de filtración y captación de agua. Partiendo de la zona de los bancales de mayor superficie, que tienen mayor capacidad de absorción de las aguas de lluvia o de correntía, estas se filtraban hacia las minas de captación que se habían realizado bajo los bancales. El agua llegaba a la mina inferior como si de una fuente viva se tratara. Frente al edificio principal, al otro lado de las paredes de piedra seca que bordean la coma, se localiza un molino de sangre (molino de tracción animal), movido por la fuerza de una mula. Más adelante, continuando por el mismo camino del molino, se encuentra una enorme era. Junto a la era encontramos un mirador que nos ofrece un paisaje magnífico. Desafía un alto acantilado, con una pequeña pared de protección, que da directamente al mar. La isla de la Dragonera domina la panorámica. Al fondo podemos ver cala en Basset. Su nombre se encuentra ya documentado en el año 1252 y proviene de Bernat Basset, propietario de la alquería de la Palomera. Sobre la cala, en el cabo rocoso, denominado punta de sa Galera, se distingue la torre de defensa, que fue construida en el año 1583.

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